Centenario de Julián Marías
El pensador que quiso ser
pirata
Los hijos de Julián Marías trazan un retrato íntimo de
su vida en el centenario de su nacimiento
Juan Cruz
Julián
Marías, en su casa de Madrid en 1977. / César Lucas
El hijo
Miguel, nacido en 1947, tiene esta visión de su padre, el filósofo Julián
Marías, que hoy hubiera cumplido un siglo: “Estábamos en Sevilla, mi padre iba
a dar una conferencia ante gente que se sorprendió cuando él les explicó que él
no quería ser filósofo, sino que de chico soñó siempre con ser pirata”.
De la
conversación con los hijos (tuvo cinco, murió a los tres años Julianín,
sobreviven cuatro) resulta una imagen muy distinta de la que habitualmente se
tiene de Julián Marías (Valladolid, 1914-Madrid, 2005), cuya Historia de la
Filosofía (1941) fue el libro en el que varias generaciones españolas
estudiaron la biografía del pensamiento.
De este hombre, que murió hace nueve años,
se tiene la idea clásica del pensador con la mano en la barbilla, como en la
escultura de Rodin. También fue un hombre jovial, al que los chicos hacían reír
con sus propias burlas. En busca de ese caleidoscopio hablamos con cada uno.
Son el citado Miguel, historiador del cine, crítico; Fernando (1949),
historiador del arte; Javier (1951), novelista, académico de la Lengua; y
Álvaro (1953), músico, intérprete de flauta. También hablamos con un nieto,
Daniel, geógrafo, nacido en 1976, poco antes de que muriera Lolita Franco, la
madre y abuela. Este hecho (ocurrido en 1977) fue la mayor tristeza del
filósofo.
“Fue un
hombre valiente, esa fue una constante de mi padre”, dice Álvaro. “Era un liberal, como los del
XIX. Y practicaba la libertad; decía siempre lo que quería, mi hermano Javier
ha heredado eso bastante. Él decía que en la dictadura había que tomarse el
máximo de libertad que se pudiera… Cuando era senador real por designación de
Don Juan Carlos, le reprocharon que asumiera ese puesto. Él replicó: ‘Somos
senadores reales porque tenemos realidad y votamos lo que nos da la real gana y
no lo que nos mande nuestro partido”.
“Era
valiente. La vida no se puede vivir con dignidad sin una cierta dosis de valor,
decía… Independientemente de la que ya se conoce que tuvo después de la guerra,
cuando sufrió cárcel porque lo delató un amigo, cuando ya tenía ochenta años lo
atracaron en la calle, viniendo de misa. No sé qué hizo para ahuyentar al
atracador, lo cierto es que volvió a casa con su cartera”.
Ejercía de
padre, “pero no en exceso”. “¡Nada de ser amigo de los hijos! Era un padre
afectuoso sin manifestarlo demasiado. Cuando fui a estudiar flauta en París me
escribió: ‘Se echa de menos escuchar la flauta cada día’. Ese era el límite de
la expresión de su afecto. Le podías llevar matrículas que él decía: ‘Podría
haber sido mejor’. Estaba siempre en guardia, no quería dejarse influenciar por
los hijos”.
Hizo un
juramento con su hermano Adolfo, que murió joven: no mentir jamás. “Y lo
cumplió a rajatabla, a veces en circunstancias arduas… Renunció a enseñar en
España porque le resultaba impensable jurar, como era obligado, los Principios
del Movimiento. Jurar en falso era algo que estaba fuera de sus posibilidades,
y así puso en riesgo su supervivencia y la de su familia. Pero nunca censuró ni
criticó a los que lo hacían”.
No conoció
el resentimiento. “Pero tampoco conoció la cautela, ni la desconfianza. ¡Era
confiadísimo! Era un ejemplo perfecto del español al que ninguna de los dos
Españas iba a helarle el corazón, ¡y eso que sufrió cosas que lo hubieran
congelado!”.
La delación.
“Mi madre decía a veces: ‘menos mal que vuestro padre tiene una epidermis de
elefante, porque si no se hubiera muerto a los veinte años…’ Ese episodio de la
delación debió dejarlo herido, pero impidió que trasluciera. Jamás alardeó de
haber estado en la cárcel y en sus memorias omitió el nombre del amigo que lo
había delatado. Pero citó el nombre, con dos apellidos, del policía que lo
había interrogado con delicadeza. No le gustó que Javier citara por su nombre a
ese delator”.
Lolita
Franco. “No se recuperó nunca de la muerte de nuestra madre. Fue el peor viudo
que he conocido. Se refugió en el trabajo. Y escribió un montón de libros
importantísimos en ese largo trance. Era una extrañísima combinación de
inteligencia y bondad. Dicen que me parezco a él, ¡pero no me imagino a mi
padre tocando la flauta”.
Miguel y los demás
despejaban “la casa para que él escribiera. La madre decía: ‘El padre está
pensando’. Él exigía silencio. La madre tenía razón: él trabajaba en casa, y si
no trabajaba no comíamos… Tras el nacimiento de Javier, yo tenía cuatro años y
nos fuimos a Estados Unidos; enseñar allí le cambió la vida, empezó a entrar
dinero, flotamos… Javier y Álvaro vivieron una época más desahogada. No era
mucho de estar con los bebés, pero como abuelo trató de adaptarse; era de una
timidez enfermiza también con nosotros. Nos hacía dibujos para entretenerse, y
siempre hacía los mismos; ¡iguales que los que les hizo a sus nietos! Pobre
papá, qué poca inventiva plástica. Me decían en la escuela: ¿tu padre qué es?
Decir ‘filósofo’ sonaba rarísimo, así que decía ‘piensa y escribe’, lo cual
también era exótico. Lo que yo sabía era que mi padre estaba callado”.
“Siempre lo
he encontrado muy gracioso, sin hacerse el gracioso nunca. Le tomábamos el pelo
cariñosamente, hablábamos muchísimo, lo discutíamos todo, porque en las comidas
siempre se habló. Respetaba a todo el mundo, también a los pesados. Nosotros
decíamos: ‘¡Ese que viene esta tarde es un monstruo!’ y él replicaba que los monstruos
tienen derecho a existir. Pues entonces nuestra madre simulaba darle la razón:
‘¡Cómo sois! No es un monstruo, vuestro padre tiene razón: es una mala persona
y además huele muy mal”.
“Lo acompañé
a Sevilla. Ahí habló de la vocación; contó que lo que quería era ser pirata.
¡La gente se partía de la risa! Pero se hizo filósofo porque una vez escuchó a
Ortega y Gasset, dejó la clase de química y se metió ahí, y eso fue decisivo.
Pero yo sí creo que era plausible esa vocación de pirata… Es curiosa la idea
que se hizo la gente de él a lo largo de los años: era del bando perdedor y lo
han tratado como si fuera del bando vencedor, y además sufrió proscripción por
ello. Pero no andaba lloriqueando por eso. En casa estaban los pasaportes en
regla, por si hubiera que salir pitando”.
“Tenía una
confianza envidiable en mi madre. La perseguía por la casa para leerle sus
textos. Se estaba lavando la cabeza, y allá que iba mi padre leyendo lo último
que había escrito. Era muy crítica, y era a la que hacía más caso. En realidad
ella fue la que nos llevó a las artes creativas; a mí me había leído el Amadís
de Gaula cuando yo no sabía leer. Él nos llevaba a leer libros de Historia,
o a Ortega… Decía que no se le puede exigir a la gente como uno se exige a sí
mismo. Todo el mundo no es totalmente malo ni totalmente bueno”.
El nieto Daniel
y el hijo Fernando coinciden en la misma conversación. Dice Daniel: “Tenía gracia,
sentido del humor. En la casa los chicos nos quedábamos en la cocina, desde
allí veíamos a los Marías en ebullición. Era un espectáculo… Él era gracioso,
tenía sentido del humor. Me explicaba todo, y luego lo entendí mejor, como intelectual
y como abuelo. Y me he dedicado mucho a su obra, a editarlo, a divulgarlo. Era
un abuelo atípico… Le gustaba ser escuchado, claro, pero también que le
contáramos, como si fuéramos colegas…”.
Pero era,
verdaderamente, “ajeno al abuelismo”, así lo ve Fernando, el historiador.
“Se interesaba por las personas cuando tenían uso de razón alto… Yo
entraba al despacho, me sentaba en el suelo, lo veía pensar… Un día dibujé algo
en el lomo de un libro; la bronca aún me suena. Así aprendí el respeto al
trabajo, a la vocación, aprendí de su honradez vital. En casa aprendimos que
todo tenía que ser discutido; no había entre nosotros lo que podría llamarse
respeto paterno-filial, nos podía llamar majaderos, pero nosotros también
podíamos ser con él irreverentes…”.
Después de la muerte de Lolita “se retrajo muchísimo”.
“Miguel le exigió implicarse en las discusiones políticas de la época, tenía
que escribir, salir de aquello… Apareció una señora que le hizo caso, a todos
nos gusta que nos hagan caso, somos muy susceptibles al halago femenino. No fue
una compensación, fue un impulso de que había que continuar viviendo. Nuestra
madre había sido su vínculo con la realidad, le advertía, le ayudaba, debió
sentirse muy solo…”. A Daniel le llamó la atención del abuelo “lo singular que
era”, “¡Cómo nos enseñaba todo lo que sabía!”. A lo que el tío Fernando apunta:
“¡Google lo hubiera hundido en la miseria!”. Era, en serio, “una enciclopedia
viviente, un ejemplo presente”, que es como Fernando le dedicó uno de sus
libros… En cuanto al resentimiento que no tuvo, “una nube sí existía, intentaba
dominarla, luchó para que no aflorara el rencor. La destrucción del individuo a
causa del rencor la vivió como una amenaza. Él tenía, como católico que era, el
concepto de ese pecado”. A Daniel le gusta recordarlo, “con orgullo”; a
Fernando le molesta que en los últimos años se produjera “una apropiación de su
figura por parte de cierta derecha, que no era la de Adolfo Suárez”. Ellos no
han querido ser parásitos de su memoria, “por eso no hemos creado ninguna
fundación [Daniel: “A mí sí me gustaría que la hubiera”]; creo que lo mejor que
podemos hacer, lo que a él le hubiera gustado, es seguir haciendo nuestros
oficios. ¡Nos repatea la conmemoración beata!”.
De ello ha escrito mucho Javier. Y esto nos dijo,
cuando íbamos a trazar este perfil familiar: “Con su permiso le atribuí el
personaje de Juan Deza, en Tu rostro mañana… Ahí se narra la delación de
que fue objeto, a él no le gustó que yo nombrara al delator… Discutíamos en
casa, discutíamos mucho. Era estimulante para los hijos discutir con él. Él lo
propiciaba: decía que el primer pensamiento no bastaba, que había que pasar al
siguiente. Lo primero que se te ocurre no vale, sigue pensando, a ver qué se te
ocurre, prueba a llevarte la contraria. Para un joven impaciente eso era un
poco exasperante. Y a la larga es una cosa bastante inolvidable. Nos enseñaba a
pensar. Intentaba siempre que siguiéramos pensando”.
No se fue al
exilio. Entre otras cosas, reflexiona su hijo Javier siguiendo lo que su padre
decía, porque si todo el mundo se iba entonces este país se quedaba abandonado,
“y se fueron muchísimos”. Él se quedó, vivió un exilio interior, extrañado en
un país sobre el que pensó para hacerlo, como reza un famoso título suyo,
“inteligible”.
No pudo ser
pirata; escuchando a sus descendientes, resulta obvio que nació para pensar,
sin ninguna de las artes que tan bien dominan los piratas.
Dos
reflexiones de dos catedráticos que conocieron bien al filósofo centenario.
Juan Pablo
Fusi: “Su
preocupación fue España, continuamente. Abordó la historia y el presente de
este país con limpieza moral e intelectual, con una prosa tranquila y precisa.
A él se debe, junto a otros, como Juan Marichal, la recuperación de la cultura
liberal española anterior a 1936. Su obra fue un diálogo permanente con esa
cultura. Él creía en la salvación de la circunstancia española mediante la
recuperación de ese espíritu. La suya fue una visión responsable de España;
había que superar el conflicto de la guerra para darle continuidad a la vida
intelectual. Él creía que la posibilidad de una España liberal podía salvar los
naufragios de la historia. Quiso hacer España inteligible (como reza uno de sus
títulos). Como aprendió de Ortega, si no se salva mi circunstancia no me salvo
yo. Igual que su maestro, su preocupación era la política como compromiso;
consideraba peligroso confundir lo particular con lo nacional, alertó contra la
fragmentación excesiva de la organización territorial del Estado, que
interpretaba erróneamente la historia de España a lo largo de siglos. Esa fue
su diatriba contra el primer borrador, y subsiguientes, de la actual
Constitución. España tenía que reconciliarse con su historia, sin revanchismo
de ningún tipo. Él predicó con el ejemplo; fue leal a Besteiro, sufrió cárcel,
y hasta 1953 no tuvo pasaporte. Nunca se manifestó agriamente por ello.
Interiorizó su actitud, y eso es lo que le reclamaba a este país para que se
reconciliara consigo mismo”.
Helio
Carpintero. “Su Historia
de la Filosofía representa la defensa de Ortega y de Zubiri, y de García
Morente, que están presentes en prólogo, epílogo o dedicatorias… Reclamaba la
vigencia de una tradición filosófica que estaba expulsada del mundo de la
época. Él mismo no pudo escribir en los periódicos hasta los años 50… Aprendí
de él que la vida es una cosa seria e importante, que hay que asumirla con un
sentido moral de veracidad; que uno tiene que ser sincero con uno mismo y tener
las cuentas claras, con independencia de la utilidad que eso comporte… Me hizo
sentir la profunda raíz de la realidad de la lengua española y de la literatura
española. Era un defensor a ultranza de la libertad, en la que el hombre tiene
que irse haciendo. Su estancia en Soria lo relacionó con mi padre, inspector de
enseñanza represaliado. Ahí ahondó en Bécquer, Machado, Gerardo Diego. Me
enseñó a valorar la filosofía. Era un hombre de extremada modestia; pensaba los
problemas como una batalla cuerpo a cuerpo; no tenía formulitas, pensaba con
una claridad extraordinaria. Rechazaba a los charlatanes, estaba orgulloso de
las fotos que hacía así como de su puntería con la escopeta. Era peculiar: a
Miguel Delibes, su amigo, le hizo mucha gracia que fuera con chaleco de
excursión a La Laguna Negra. La represión franquista lo dejó sin universidad, y
por tanto sin los discípulos que hubiera tenido, así que yo me siento orgulloso
de ser uno de los que pudo tener”.